miércoles, 11 de enero de 2012

Gloria de la Mañana

Era la segunda taza de té en menos de una hora. Un viejo juego de porcelana china había aparecido de algun lado, y la fría cantimplora de aluminio perdía en comparación para alojar el Earl Grey.
Dejó la delicada taza en la mesa y, aflojandose el nudo de la corbata, siguió leyendo la carta.
Su curiosidad, escudada en el poder de censura que le otorgaba su rango de Lider de Escuadrón.
Llegó a la acelerada conclusión de que, a juzgar por el contenido y el trazo largo y firme de sus líneas, el chico no había llegado a sentir esa opresiva sensación que a el mismo lo aquejaba.
Afuera, el fuerte sol de agosto bañaba el pequeño aeródromo, cuyos habitantes se preparaban para otra dificil jornada sobre Essex.
Fruncía el ceño una y otra vez, como si se tratara de un viejo y detallista profesor de Literatura que desmenuzaba con aire altivo el insufrible texto de un estudiante pleno de arrogancia.
Solo que en este caso el colegial se había ido hacía solo un día. Sus pertenencias solo ocupaban una caja rotulada con su nombre, rango y número debajo de la ventana que daba a una semederruida pared cubierta por una enredadera.
Dirigida a una tal Millie, el contenido de la misiva era un compendio de frases hechas sobre el amor, patriotismo naif y exacerbado, alguna que otra apreciación convencional sobre sus camaradas de armas y por fin, un par de palabras sobre su oficial al mando: "Está detrás nuestro como un hermano mayor cansado".
Alzó las cejas oscuras y se quedó mirando, pensativo, hacia afuera por la puerta abierta.
Tres de sus subalternos hablaban todo lo animadamente que podían, sentados en sendas y gastadas reposeras de playa. Perro, el Pastor Escocés mascota de la escuadrilla, dormitaba al pie de uno de ellos.
Casi podía imaginar los 22 años de vida del buen Harris, el escritor de la carta. El mejor de su clase, el primero en todo. La entrada al King´s College había sido el mas alto logro académico de su pequeño pueblo, a sólo un par de horas al norte de la base.
Solía ver en su Escuela a chicos como ese, destacar e intentar abrirse un camino en la vida.
Y ahí estaba el nuevamente, intentando guiarlos, pensó. No importaba que fuese en épocas de guerra o de paz.
Había cosas que simplemente caían en un orden por su simple peso.
No quiso leer más. Con suerte Harris se convertiría en otro rostro más de los que habían pasado por su vida para no volver. Tenía que ser así, al menos para preservar algo de salud mental.
Con el tiempo y las horas de vuelo había desarrollado su propio sistema de olvido. Y lo de inhumano que había en ello se minimizaba o hallaba justificación en lo que ocurria en todo el Mundo, o en ese pequeño pedazo del sur inglés. Que era lo que a el realmente le importaba.
Nunca había tenido demasiado tiempo para ser como el chico. Ya era algo así como un viejo cuando al mundo se le ocurrió volverse loco, y la alternativa a no hacer nada era demasiado ominosa como para quedarse de brazos cruzados.
Algo diametralmente distinto de las épicas opiniones de Harris a su novia.
Y si había tenido algo de el, Francia se había ocupado de quitarlo, o al menos, ocultarlo bajo una capa de lo que muchos llamaban Experiencia: de la cruda que solo se aprende de primera mano y de la manera mas dura. Hacían falta solo unos meses para lograr ese efecto. Para borrar la impulsividad, favoreciendo el instinto y cierta reflexividad instantanea en pos de la supervivencia.
Harris no tuvo tanto tiempo para desarrollar el oficio. La escena del día anterior era una pintura que el prefería se fuese difuminando de a poco, como otras tantas: El caza del chico separándose de su lider de vuelo en pos de dos desprevenidos Stuka alemanes escapando por lo bajo sobre un sembrado. El aparato mas rezagado estallando en llamas y segundos después el otro desplomándose con un ala quebrada a tiros en el medio de un trigal. Sus artilleros apenas pudiendo disparar un par de ráfagas frente a la arremetida del novato.
Pero solo pudo lanzar un par de exaltadas frases alusivas y plenas de impromperios para festejar lo que serían sus primeros y ultimos derribos.
Estaba lo suficiementemente lejos para ver a ese Bf-109 descolgarse como un buitre desde el sol y lanzarse en picado pleno de energía sobre el caza de Harris que ascendía ciegamente hacia lo inevitable.
De poco valieron sus gritos y advertencias por la radio. Una corta ráfaga desde el frente del Messerchmitt alemán y el aparato de su subalterno comenzó una lenta pero constante picada hacia el suelo.
No pudo verlo caer. Envió la palanca de gases de su Spitfire lo más adelante que pudo e intentó inutilmente dar alcance al alemán. El agudo rugido del sobreexigido Rolls-Royce Merlin invadió la cabina y las agujas de los cuadrantes se volvieron locas mientras su propio caza ganaba velocidad, seguido por su piloto de flanco, otro chico no tan impulsivo como Harris.
Pero ya el 109 ya se había convertido en un punto que se elevaba hacia la seguridad de la altura.
En su mente la escena se dibujaba como si el mismo fuese el protagonista: La presa que se pone a tiro, volviendose cada vez más grande en el punto de mira mientras el mundo se vuelve más lento y la velocidad se acrecenta al caer. La cabina, vibrante y plena de sonidos brutales. La vista clavada en el frente y el dedo enguantado que presiona el pulsador. Las alas que vibran mientras las ocho armas del Spitfire sueltan una rabiosa perdigonada de trazadores y perforantes sobre el desafortunado aparato adelante. El metal que se raja y el humo, a veces negro, a veces gris, que aflora desde el frente hacia atrás. En ocasiones una explosión o una caída directa. Y luego el cielo, cuando la palanca de mandos se llama hacia el cuerpo y la vista se ennegrece por segundos.
Asi era cuando el cazaba. Y algo parecido debió haber experimentado el alemán.
Asintió para si mismo. Así eran las reglas del juego, si algún enfermo todavía podía llamarlo de esa manera.
Juego. Con el correr de los meses su odio a los que tomaban el combate como algo deportivo había crecido hasta casi perder su límite. Al menos su hermano menor, otrora gran jugador de Rugby, no tenía que estar en ese campo. La lesión que lo confinó a una silla de ruedas hacía varios años se había encargado de eso.
Y de una envidia sin limites hacia su persona.
Sintió una leve palma en su hombro izquierdo. Levantó la cabeza y halló a Podolski mirándolo con sus vivaces ojos grises, taza de café la mano izquierda, varias libras en la derecha y una sonrisa satisfecha. Habia sido otra noche de ganancias, despojando de su paga a otros pilotos.
- Quien diría que en Varsovia se aprendía a jugar al poker tan bien...-
- Ciudad de mierda, pero enseñó algo util antes de salir a patadas de allá.- dijo, con su entrecortado, trabajoso acento.
- Siempre hay gente que sale beneficiada en estas guerras, en general los tahúres como tú. Cuando mas pasa el tiempo, menos cambian las cosas. -
Tenía derecho a algo de suerte, pensó. Los tipos como Wladyslaw Podolski arrastraban desgracias desde el momento en que a Hitler y Stalin se les había ocurrido repartirse Europa. 30 libras, rédito una partida nocturna de cartas con sus correspondientes ojeras eran poco en comparación.
- A proposito, Harris. ¿Sabías donde cayó? -
Negó con la cabeza mientras rapidamente bajaba la mano en la que tenía la carta.
- Afueras de su pueblo. 500 metros de su casa.-
La boca del polaco formó una especie de sonrisa triste e interrogante que El le atribuía a sus experiencias pasadas. Por sobre todo se hallaba la busqueda de una respuesta más allá de lo obvio.
-Fuimos demasiado al Norte. - contestó.
Podolski caminó hacia la puerta, ansioso por alguna nueva víctima que lo hiciera más rico. La Universidad de Varsovia había preparado buenos matemáticos, antes de ser bombardeada, pensó.
Se incorporó y miró la caja que había pertenecido al tal Harris, Peter. Oficial Piloto. RAF Nº 35546.
Era todo lo que quedaba de el, como había sido todo lo que había quedado de tantos otros. Cartas, fotografías, algún disco, un poco de ropa y libros o revistas.
Sostenía la última carta con fuerza. De alguna manera todo tuvo un sentido para el chico. La carencia del miedo, el arrojo desmedido y el amor expresado en lineas simplistas.
Y luego, el final defendiendo el terreno donde había crecido.
Para aquellos que creen en el libre albedrío, el destino era un buen contendiente.
Por unos segundos observó el teléfono de baquelita que estaba en su escritorio. Hacía mucho tiempo que no le asaltaban esas ganas de hablarle.
Con suerte estaría preparando sus clases a esta hora. Ajena al mundo, con sus cigarrillos y su bicicleta verde afuera de la casa de su tía, esperando a la tarde para sentarse al sol cerca del Castillo a leer. No era una mala vida. Y si alguien podía influenciar su destino, esa persona era June.
Recordó una tarde en la que pedaleaban juntos hacia el trabajo. Esa pintada escrita en la centenaria pared de la escuela, hacía casi un año:
"El miedo tiene su utilidad, la cobardía no", con la temblorosa caligrafía de un estudiante influenciado por los diarios y la cerveza.
El teléfono sonó en ese instante, la molesta y metálica campanilla pareció resonar en todo el aeródromo. Sus ojos y los de los otros 4 hombres que estaban allí se clavaron en el aparato.
Levantó el auricular, del otro lado escuchó a una chica con el acento scouse de Liverpool desde la estacion de sector.
-5 minutos - fue su unica respuesta.
No necesitó decir más a sus subalternos. Podolski se encargó de ello.
Alisó lo mejor que pudo la carta y la metió en su sobre, Harris había olvidado cerrarla. Luego abrió la caja y la depositó allí. La tal Millie sería la siguiente lectora.
Miró por la ventana hacia la enredadera que cubría el muro. Advirtió que muchas glorias de la mañana crecían al pie de el. El profundo color violáceo de sus pequeños petalos creaba un bello contraste frente al verde de la planta.
Alguna vez June le había explicado su significado como flor, junto con el de otras especies. Irónico, como mínimo.
Tomó su chaleco salvavidas con una mano, sus antiparras con la otra y caminó hacia afuera. El sol de agosto lo recibió nuevamente al caminar con paso cansino hacia su Spitfire. Perro comenzó a ladrar nerviosamente, quizás a manera de despedida.
El aérodromo volvió a llenarse sonidos de actividad: Los Merlin revivían y comenzaban a girar, escupiendo fuego y humo  por los escapes mientras sus cilindros se limpiaban. Los mecánicos iban y venían cumpliendo las últimas revisiones. Ojos y oídos escrutaban el cielo.
Y concluyó que, tratándose del idioma de las flores, June no era mujer de rosas.