domingo, 12 de enero de 2014

Dibujo


Arrojó la bola de papel desganadamente al suelo de tierra, esperando se perdiese entre la maleza que crecía al costado del sendero, seguro de que la lluvia del jueves en poco tiempo harìa bastante ilegibles los finos y alargados trazos de Helen. El barro bajo sus botas parecía secarse lentamente luego de uno de los repentinos aguaceros del día.
Súbitamente sintió esa conocida incomodidad interna, al posarse los densos rayos de sol de la tarde sobre su rostro. Se quedó quieto y por un momento miró fijo hacia la luz que lo cegaba, atraído casi sádicamente por ellos.
Mantuvo la vista al cielo hasta que el ardor en sus ojos se calmó al poner su mano derecha sobre la frente y mirar hacia el piso. Las heridas sanaban de a poco: ya podía moverla sin que le molestara demasiado.
En ese momento miró a su alrededor, con súbita verguenza por su propia imagen congelada.
Dos coolies parecían discutir por dinero, o por lo que fuera que los chinos solían discutir usualmente. Otros tantos operarios subidos a una escalera cambiaban las roídas chapas de uno de los hangares, todo lo presurosamente que el sol del atardecer se los permitía.
A lo lejos un camión hizo su aparición circulando pesadamente por la custodiada entrada, con su remolque a la rastra. Uno de los P-40 del escuadrón descansaba sobre el, con ramas sobresaliendo de las punteras de las alas y las palas de la hélice dobladas como si unas manos poderosas la hubiesen martillado. Gotas de agua barrosa todavía salian de la cabina y de los escapes del motor bajando por la boca de tiburón pintada. Su piloto lo había precedido hacia dos días, con un esguince en una pierna y la nariz rota por el impacto, gracias a la buena predisposición de un campesino y sus bueyes que lo habían acercado hasta el aérodromo, comodamente sentado en una carreta que no pertenecía a ese siglo.

Se acercó despacio al hangar, con ese paso tímido y cansino que denota a la legua a un convaleciente. O al menos eso era lo que el creía que los demás pensaban de el.
Dos mecánicos pugnaban por reemplazar el motor de uno de los cansados Tomahawk. El acento del sur de Boulanger rebotó por los techos junto con el seco ruido de una llave al caer contra el cemento.
El enorme técnico de New Orleans se dió vuelta para recogerla y lo saludó tocandosé la visera de la gorra. Como siempre mascaba un cigarro apagado, que solía encender al terminar el turno.
- ¡Se enteró señor?. Volvemos al servicio público - le dijo, con una triste sonrisa.
- Ya estabamos volviendonos demasiado codiciosos, Greg. -
-Nunca está de más tener una moneda sobrante, aunque sea para gastarla en este chiquero- siguió el mecánico, mientras se volvía para seguir insultando a las fijaciones del desvencijado motor Allison.
-  Señor, el suyo está alla al fondo.- le dijo el otro mecánico.

Saludó y siguió su camino adentrandose en el recinto. Varios aparatos esperaban ser parchados para volver a pelear: la escena le recordaba al valiente patetismo esos boxeadores viejos que solían seguir golpeando las bolsas en busca de otra oportunidad y que había visto en alguna ocasión en sus viajes a New York.
No obstante sabía en su interior que la realidad no era del todo así: esos vetustos Curtiss todavía podían dar algo de sí, y si todavía les quedaba algo de jugo, ese heterogéneo grupo de pilotos y mecánicos a sueldo podía exprimirselo un poco más.
El dinero de Chiang ayudaba. Y no era malo tenerlo. Pero en sus pensamientos se hallaban clavadas las líneas de Helen.
"El mundo está loco y no tienes mejor idea que hacer dinero de eso."
Hacia un par de horas que había leido su carta y no sabía como digerir esa idea. Como tampoco podía descifrar esa imagen que no parecía irse nunca, de ese inmenso buitre verde que salía desde el sol escupiendo llamas. Ese que lo había dejado hecho jirones y encerrado por semanas en un humedo hospital birmano.
Intentaba pensar en nada mientras se iba acercando al que había sido su propio aparato: El Curtiss Tomahawk se hallaba un poco alejado de los otros, como de un leproso se tratase.

Observó su cabina y cayó en la cuenta de que no recordaba  casi nada de su ultimo vuelo: solo una nebulosa roja y gris entre sus instrumentos y el torpe rebote de las ruedas contra la tierra del aerodromo.
La carlinga y el parabrisas  habían desaparecido, dandole al pobre P-40 un aspecto parecido al de la calvicie. Muchos paneles parecían reemplazados o recientemente pintados y sin duda le quedaban varias horas de trabajo antes de volver a escena.
Se preguntó si podría decirse lo mismo de el. Todavía intentaba acallar los ruidos del hospital y los gritos de los bombardeos. La mezcla de voces alzadas en chino e inglés le causaba un nerviosismo particular aún en ese mismo momento. Las preferencia entre los cenagosos recuerdos de su cabina y el sentimiento de desprotecciòn vividos en el nosocomio todavìa no tenìa una decisiòn final.

Se quedó parado, observando y repentinamente reparó en el caricaturesco oso panda cuyos trazos Bert Christman no habìa alcanzado a terminar de dibujar.
La imagen del fuselaje se expresaba por si misma: algo inacabado, sin final, un interrogante. El porqué de la muerte de Bert y el no haber estado allí para hacer algo.
Pensò en si mismo, en las palabras de su novia y en los 1000 dòlares que China aún no le había pagado por los ùltimos dos Abdul. Derribados dos dìas antes de que otro de ellos saliera del sol escupiendole fuego, como si de una venganza se tratase.
Mirò a su alrededor y arrumbados en un estante encontrò lo que buscaba: una lata de pintura negra y un pincel que habìa visto mejores dìas, como todo en ese pobre país.
Las piernas y detalles del panda que fumaba en pipa nunca tendrìan la prolijidad y el arte que Bert podrìa haberles terminado de dar. Algunas personas tenìan varios dones, y Bert Christman habìa tenido mas suerte como historietista que como piloto de caza. 
Los trazos sobre el aluminio eran mas gruesos y desprolijos que los originales, pero con el correr de los minutos acabò no importándole. El Panda fumador ya tenia piernas: grandes, toscas, un poco mal formadas, pero ahì estaban.

Con las manos pegajosas por la pintura y la camisa khaki manchada irremediablemente, sonriò para sus adentros.
El Panda tenìa piernas, y eso era importante.