lunes, 4 de agosto de 2014

Baldío.

De la última vez recordaba la esquina a la vuelta de mi casa, en ese entonces un terreno baldío solo habitado por un par de pinos y alguna acacia que delimitaban un par de casas y un complejo turístico.
Elegí tal lugar solitario, esa tarde gris de hace casi un cuarto de siglo, para descargar mi bronca por lo que un  mexicano con veleidades de árbitro nos había arrebatado. Las ganas de un festejo perdurable y a la vez facil de diluir en lo cotidiano, del que la ocasión anterior solo tenía los recuerdos muy vagos de la 104 y 3 bajo un sol de tarde invernal en el 86, se habían esfumado. De penal.
Retenía de esa fotografía mental un gran silencio y una bronca aún mas grande, porque esa alegría disipable y posible nunca se había llegado a materializar nuevamente. Bronca de haber estado tan cerca y a la vez de llegar a ese objetivo casi obligado, para tantos y para tan pocos.
Solo pasó un tiempo y todo eso se disipó, el sentido común nuevamente en su lugar. La pelota era el opio de los pueblos, de eso se trataba.
Y de eso seguía tratandosé aún hoy. Un cuarto de siglo después.
Dejé la casa de mis amigos luego de quebrar toda tonta cábala y sin todavia reflexionar demasiado sobre el partido. A fin de cuentas  se trataba de cierta manera de sobredimensionar lo que para muchos es una pasión o en el peor de los casos, un interés.  Amén de una hermosa y épica tapadera de problemas mas tediosos que los Si o No de un Enganche xeneize.
El invierno geselino mostró su cara mas deprimente, climatológicamente hablando, esa domingo. Una niebla transilvana cubría todo, con alguna que otra luz venciendo apenas la cortina gris que venía del mar.
Pero por raro que parezca eso no hacia mella en el entusiasmo de mucha gente. Yendo por la 3 con las banderas a pesar de todo, entonando el ya insufrible cover de Creedence Clearwater Revival una y otra vez, por más que la realidad hubiera dictado la derrota. Pocas cosas mas argentinas que mojarle la oreja a tu rival.
Enfilé para mi casa y en un momento reparé en esa esquina de hace casi 25 años. Varios duplex habían invadido el viejo baldío. Un maltés me ladró desde el otro lado de la reja, asustado por los ocasionales petardos. Muchos menos de los que hubieran anunciado un triunfo.
Pero a nadie le importaba demasiado, pensé. Para otros la tristeza nao tem fim.


jueves, 27 de febrero de 2014

Cajita magica.

Portaba mi primo una caja verde de pequeñas tablitas clavadas que seguramente habìa sido acreedora a un  4 como màximo en las clases de taller del Industrial, como si fuera el mas grande de los tesoros. Uno que nos permitirìa pasar algunas de las frìas tardes de las vacaciones de invierno madariaguense, encerrados con algo que consideràbamos como mìnimo, "novedoso."
El y yo habìamos agotado muchas de las ideas del usual vandalismo que todavìa los chicos de 8 a 11 o 12 años podiamos expresar en la calle en esas épocas.
Se habían doblado llantas de bicicletas y maltratado sus cuadros, roto vidrios de vecinos, y usado el barrio como campo de batalla urbano con otros chicos del lugar gastando los sobrantes de petardos de la navidad Ya solo nos quedaba repetir las tropelìas, hasta que, en algún momento, la edad y la pèrdida de la inocencia relegasen todo a un buen recuerdo.
Tenìa ese "ordenador", como extrañamente le dicen los españoles, desde hacìa un par de años. En cierta manera se lo debìa a Claudio Paul Caniggia y al gol que le habìa hecho a Brasil previo pase del Diego una tarde de 1990. Mi padre me habìa prometido que si Argentina sacaba a su "pais hermano" del Mundial de Italia, mi hermana y yo ibamos a recibir un obsequio.
No creo que le importara saber que ya habìamos descubierto la voluminosa caja de cartón negra debajo de su cama y que ni siquiera el infame cuadrúpedo de Codesal iba a impedir la entrega del mismo, dìas despues de ese domingo gris de catàstrofe mundialista.
 Habíamos desalojado a mi abuela de su habitaciòn por varios dìas en un vil intento de poder armar nuestro dispositivo de divertimento invernal: de la caja negra con las palabras CZ Spectrum que habìa traido desde Gesell luego de un epico viaje en el Montemar, saquè un grueso teclado negro con unas llamativas teclas de plástico blando celeste, decorado con un no menos llamativo arcoiris en uno de sus ángulos, unidos a un enorme transformador que parecìa querer absorber toda la electricidad de la casa. Un grabador de cassette Hitachi y un viejo televisor Philco B&W, resabios de la època del "deme dos", completaban la trìada destinada a intentar quitarnos el aburrimiento de las tardes por venir en el ya demasiado tranquilo General Madariaga.
Todo eso, sin contar el cablerìo: conectando el grabador al teclado y este al televisor, y otros tantos cables a la red electrica, un pobre enchufe de dos patas sostenìa un triple fabricado hacia 40 años del cual salìa toda la madeja.
Pero nada de eso nos importaba demasiado, determinados a meternos de lleno en esa pantalla vieja, ahorràndonos el precio de las máquinas de los salones arcade que habìan empezado a brotar de todos lados como venìan haciendolo los lavaderos, videoclubes y las ya extintas canchas de paddle.
Abrì el barato candado chino que guardaba el cerrojo de la cajita verde y me encontré con un par de decenas de viejos cassettes, prestados por un amigo de mi primo, el cual ya les habìa sacado el jugo durante años. Los primeros no nos convencieron, versiones del Pac-man y Tetris, juegos a los que nunca les habìamos prestado mucha atenciòn desde nuestra mas tierna infancia, cuando por unos australes podìamos comprar la ficha para empezarlos y jamàs terminarlos, aunque ahora sin que se convirtiera en un presupuesto.
Probè con otro que parecìa ser un simil Wonderboy, a juzgar por el dibujo mal fotocopiado de la caràtula del cassette. Apretè play en el grabador y LOAD desde el teclado, y, oh sorpresa, no se dignó a correr.
La buena Spectrum ya tenìa sus años, pero el "Sinclair 1982" que surgìa en letras negras sobre fondo blanco como anuncio al encenderla no nos desmoralizaba. Querìamos descubrir sus secretos, o al menos pasar un buen rato sin tener a un vecino corriendonos después de haber roto algo en esas tardes de siestas eternas.
Uno tras otro pasaban los candidatos, sin resultado, y asi tambièn pasaba la tarde. Load, play, un par de chirridos...y el juego no se dignaba a aparecer en la triste pantalla del televisor. Empezabamos a creer que nuestra frustración de gamers de la edad de piedra tenia mucho que ver con las fotos de la querida Margaret Thatcher regalando Spectrums a dignatarios extranjeros como prueba triunfal de la tecnologia britànica para el pueblo, cuando mi primo tomò otro de los cassettes.
La caja tenìa uno de sus costados rotos y la caràtula parecía haber sido dibujada por el amigo benefactor, aburrido en su pupitre una mañana de escuela: Las palabras Enduro Racer escritas con fibrón sobre un recorte de hoja milimetrada, muy probablemente destinadas a las horas de matemàtica,  y lo que parecía ser una moto con un monigote simil piloto de carreras sentado en ella.
Acto seguido conecté un joystick negro con enormes teclas amarillas, Made in Argentina alfonsinista, que habíamos comprado en previsión de los juegos, mas allá de que el proposito original de la vetusta máquina hubiera sido lo "educativo".
Mientras el sol de julio desaparecía rapidamente por la ventana del patio, empezamos con la letanìa del Play, Load, cuatro padrenuestros y 5 avemarías a ver si ese puto juego se dignaba a correr.
Fueron un par de minutos de chirridos en el grabador y gráficos extraños en la pantalla del batallado Philco hasta que nuestra perseverancia se vio coronada con los cuadrados sprites de una moto con el titulo del juego y una horrible melodìa midi, pero que para nosotros nos sonaba tal cual una sinfonìa de Roxette.
Un par de teclas y en pocos segundos estaba al mando de una moto de enduro que simulaba ser una pieza de alta ingeniería del año 1987, corriendo por una ruta de tierra que exudaba todo el realismo que un televisor blanco y negro y un procesador de 64kb podían dar en ese entonces.
Fueron momentos gloriosos. Las tardes restantes del invierno estaban salvadas: horas y horas de alienación electrónica iban a ser el fruto de otras tantas horas y horas de lucha contra esa maraña de cables y tecnología setentosa. Era la novedad, oculta para nosotros desde hacía años. Era la diversión que tantos otros tenían y ahora podíamos disfrutar. Era esa motito y tantos otros maravillosos sprites mas que habian estado por años aprisionados en esas jaulas de plástico y cinta magnética, ahora liberados por nuestra estoica búsqueda de vicio.
Pero de repente la imagen se achicó a la nada y la pantalla del Philco quedó muerta. El horror nos invadió luego de esos segundos de extasis y asombro.
Algo estaba mal, algo iba fuera del cuadro. Y ese algo era nuestra abuela, entrando a su habitación para ver que había sido de sus nietos: habia abierto la puerta y esta habia enganchado el triple, que había salido despedido y junto con el el grabador y la pesada fuenta de alimentación de la Spectrum.
Durante dos segundos reinó el silencio, y luego dos niños estupefactos se convirtieron en un par de energúmenos capaz de aprender lituano para poder insultar en otro idioma más a su propia abuela.
Esta huyò espantada, aúnque las consecuencias vendrían despues. Y eso ambos lo sabíamos. Los manuales de crianza progresistas no tenían lugar en esas bibliotecas.
Mientras tanto, mi primo y yo contemplanos los cables, el grabador debajo de la cama y la fuente desarmada...y volvimos a empezar.
La moto tenía que seguir su camino.




domingo, 12 de enero de 2014

Dibujo


Arrojó la bola de papel desganadamente al suelo de tierra, esperando se perdiese entre la maleza que crecía al costado del sendero, seguro de que la lluvia del jueves en poco tiempo harìa bastante ilegibles los finos y alargados trazos de Helen. El barro bajo sus botas parecía secarse lentamente luego de uno de los repentinos aguaceros del día.
Súbitamente sintió esa conocida incomodidad interna, al posarse los densos rayos de sol de la tarde sobre su rostro. Se quedó quieto y por un momento miró fijo hacia la luz que lo cegaba, atraído casi sádicamente por ellos.
Mantuvo la vista al cielo hasta que el ardor en sus ojos se calmó al poner su mano derecha sobre la frente y mirar hacia el piso. Las heridas sanaban de a poco: ya podía moverla sin que le molestara demasiado.
En ese momento miró a su alrededor, con súbita verguenza por su propia imagen congelada.
Dos coolies parecían discutir por dinero, o por lo que fuera que los chinos solían discutir usualmente. Otros tantos operarios subidos a una escalera cambiaban las roídas chapas de uno de los hangares, todo lo presurosamente que el sol del atardecer se los permitía.
A lo lejos un camión hizo su aparición circulando pesadamente por la custodiada entrada, con su remolque a la rastra. Uno de los P-40 del escuadrón descansaba sobre el, con ramas sobresaliendo de las punteras de las alas y las palas de la hélice dobladas como si unas manos poderosas la hubiesen martillado. Gotas de agua barrosa todavía salian de la cabina y de los escapes del motor bajando por la boca de tiburón pintada. Su piloto lo había precedido hacia dos días, con un esguince en una pierna y la nariz rota por el impacto, gracias a la buena predisposición de un campesino y sus bueyes que lo habían acercado hasta el aérodromo, comodamente sentado en una carreta que no pertenecía a ese siglo.

Se acercó despacio al hangar, con ese paso tímido y cansino que denota a la legua a un convaleciente. O al menos eso era lo que el creía que los demás pensaban de el.
Dos mecánicos pugnaban por reemplazar el motor de uno de los cansados Tomahawk. El acento del sur de Boulanger rebotó por los techos junto con el seco ruido de una llave al caer contra el cemento.
El enorme técnico de New Orleans se dió vuelta para recogerla y lo saludó tocandosé la visera de la gorra. Como siempre mascaba un cigarro apagado, que solía encender al terminar el turno.
- ¡Se enteró señor?. Volvemos al servicio público - le dijo, con una triste sonrisa.
- Ya estabamos volviendonos demasiado codiciosos, Greg. -
-Nunca está de más tener una moneda sobrante, aunque sea para gastarla en este chiquero- siguió el mecánico, mientras se volvía para seguir insultando a las fijaciones del desvencijado motor Allison.
-  Señor, el suyo está alla al fondo.- le dijo el otro mecánico.

Saludó y siguió su camino adentrandose en el recinto. Varios aparatos esperaban ser parchados para volver a pelear: la escena le recordaba al valiente patetismo esos boxeadores viejos que solían seguir golpeando las bolsas en busca de otra oportunidad y que había visto en alguna ocasión en sus viajes a New York.
No obstante sabía en su interior que la realidad no era del todo así: esos vetustos Curtiss todavía podían dar algo de sí, y si todavía les quedaba algo de jugo, ese heterogéneo grupo de pilotos y mecánicos a sueldo podía exprimirselo un poco más.
El dinero de Chiang ayudaba. Y no era malo tenerlo. Pero en sus pensamientos se hallaban clavadas las líneas de Helen.
"El mundo está loco y no tienes mejor idea que hacer dinero de eso."
Hacia un par de horas que había leido su carta y no sabía como digerir esa idea. Como tampoco podía descifrar esa imagen que no parecía irse nunca, de ese inmenso buitre verde que salía desde el sol escupiendo llamas. Ese que lo había dejado hecho jirones y encerrado por semanas en un humedo hospital birmano.
Intentaba pensar en nada mientras se iba acercando al que había sido su propio aparato: El Curtiss Tomahawk se hallaba un poco alejado de los otros, como de un leproso se tratase.

Observó su cabina y cayó en la cuenta de que no recordaba  casi nada de su ultimo vuelo: solo una nebulosa roja y gris entre sus instrumentos y el torpe rebote de las ruedas contra la tierra del aerodromo.
La carlinga y el parabrisas  habían desaparecido, dandole al pobre P-40 un aspecto parecido al de la calvicie. Muchos paneles parecían reemplazados o recientemente pintados y sin duda le quedaban varias horas de trabajo antes de volver a escena.
Se preguntó si podría decirse lo mismo de el. Todavía intentaba acallar los ruidos del hospital y los gritos de los bombardeos. La mezcla de voces alzadas en chino e inglés le causaba un nerviosismo particular aún en ese mismo momento. Las preferencia entre los cenagosos recuerdos de su cabina y el sentimiento de desprotecciòn vividos en el nosocomio todavìa no tenìa una decisiòn final.

Se quedó parado, observando y repentinamente reparó en el caricaturesco oso panda cuyos trazos Bert Christman no habìa alcanzado a terminar de dibujar.
La imagen del fuselaje se expresaba por si misma: algo inacabado, sin final, un interrogante. El porqué de la muerte de Bert y el no haber estado allí para hacer algo.
Pensò en si mismo, en las palabras de su novia y en los 1000 dòlares que China aún no le había pagado por los ùltimos dos Abdul. Derribados dos dìas antes de que otro de ellos saliera del sol escupiendole fuego, como si de una venganza se tratase.
Mirò a su alrededor y arrumbados en un estante encontrò lo que buscaba: una lata de pintura negra y un pincel que habìa visto mejores dìas, como todo en ese pobre país.
Las piernas y detalles del panda que fumaba en pipa nunca tendrìan la prolijidad y el arte que Bert podrìa haberles terminado de dar. Algunas personas tenìan varios dones, y Bert Christman habìa tenido mas suerte como historietista que como piloto de caza. 
Los trazos sobre el aluminio eran mas gruesos y desprolijos que los originales, pero con el correr de los minutos acabò no importándole. El Panda fumador ya tenia piernas: grandes, toscas, un poco mal formadas, pero ahì estaban.

Con las manos pegajosas por la pintura y la camisa khaki manchada irremediablemente, sonriò para sus adentros.
El Panda tenìa piernas, y eso era importante.