miércoles, 20 de noviembre de 2019

Náufragos


En la ciudad no se podía apreciarlo, pensó.
Espectáculo gratuito si los había, las estrellas en plena claridad. No había luces eléctricas, letreros y marquesinas o reflejos de todo ello que las difuminasen. 
Sólo las constelaciones que  aprendió a leer por necesidad, confirmándole  un rumbo.
El automóvil dejó el asfalto cuarteado, y girando pesadamente siguió por el camino de tierra hacia el sudeste , confiando en que el mapa y las indicaciones de los de la estación de servicio que había pasado hace unas horas fuesen correctas.
El hecho de confiar lo incomodaba, y por eso mismo había recorría el aventurado trayecto por tierra desde Buenos Aires.
 Pampa, así la llamaban los lugareños y los estancieros. Pampa y más pampa. Nunca terminaría por acostumbrarse a las inmensidades, prefiriendo los bosques y los montes de la Escocia en la que había nacido.
El camino se hizo algo cenagoso, y el Ford negro hizo lo que pudo entre los charcos de una lluvia reciente. –Surely  that bloody thing came from the sea – dijo en voz alta, aunque a su derecha no había nadie para escucharlo, salvo un ajado portafolios con más millas de tierra y océano de las que podría llegar a calcular.
Abruptamente la pampa de sauces y talas dio paso abrupto a una línea de arena que se extendía hacia un horizonte que se confundía entre dunas y estrellas. 
A lo lejos comenzaron a verse las formas y luces de varios  Mercedes Benz y  Bedfords bamboleándose torpemente  por el ancho surco entre los médanos,  cargados de turistas y valijas veraniegas.

Uno de esos buses lo cruzó a su izquierda, demasiado cerca. Instintivamente se abrió hacia la derecha con un bocinazo nervioso. Con la vista clavó los ojos en el portafolios sin poder evitar un estremecimiento.
Por más que pasase el tiempo, la insignia en el frente del Mercedes siempre significaría malas noticias para el.

El hotel era moderno, a la vez que sencillo y funcional. El conserje mataba el tiempo hasta su hora de salida con un diario arrugado y una radio que propalaba un sonido que parecía estática con saltos de un novel rock.  Por la calle de arena que iba a la costa, grupos de jóvenes caminaban hacia la playa con la luna a cuestas y detrás del médano se podía vislumbrar la luz de algunos fogones.
Intentó descansar luego de registrarse, pero la capacidad de dormir en cualquier momento que estuviese disponible se había esfumado con el tiempo.  
Recostado en la cama, abrió la novela barata que había comprado en Liverpool antes de abordar el barco. Sus dedos instintivamente buscaron la foto que había dejado entre sus páginas como recordatorio.
En un sepia apenas brillante, los dos jóvenes sonreían sentados en el capot del jeep,  los shorts y camisas se parecían a los que muchos de los muchachos todavía usaban , pero las dunas del desierto  y los dos Lee Enfield apoyados contra el guardabarros contaban una historia diferente a la de esas playas.


Durante un par de días caminó por la costa a la mañana, luego de desayunar apenas té y las desabridas tostadas que preparaba la cocinera del hotel. 
Fue yendo hacía el norte, mientras se deleitaba con el brillo blanquecino del sol sobre el mar, que creyó verlo, manejando otro jeep, como solía hacerlo cerca de Tobruk, a los saltos entre las dunas, siempre al borde del vuelco.  Pero solo se trataba de otro de estos jóvenes viejos, tan nervioso y desgarbado como supo serlo  Sven hacía ya unos años. 
Una sensación de incomodidad fue creciendo, y comenzó a llevar una pequeña mochila. La humedad hacía que las viejas heridas en la espalda se convirtieran en una molestia, pero aún así prefirió cargarla.
Con el paso de los días había comenzado a sentir una comunión con el lugar, con los diferentes acentos de las palabras de aquellas personas con las que se cruzaba o la mezcla de idiomas del sur y del norte. No pudo evitar pensar en que era otro pueblo de náufragos, de gatos de callejón y de pilotos derribados.
De cosas que dejaba la marea.
Había conocido lugares así antes y pudo entender el porqué de la llamada que le dio ese destino.

Una tarde pesada y calurosa llegó al mostrador a pedir la llave de su habitación, cuando encontró colgado en la pared  el pequeño afiche de un concierto.  
Esa misma noche se encontró vestido con sus mejores galas, subiendo la escalinata de una boite de inmaculado estilo orgánico que llamaba la atención al diferenciarse de todas las construcciones del balneario. La misma sensación se vislumbraba dentro de los enormes ventanales que dejaban ver el Atlántico por sobre los médanos mientras el jazz y los tragos fluían por la barra del bar.
A primera vista el público era algo distinto al que solía caminar las playas durante el día. Aúnque pudo reconocer varios rostros que con el correr de los días veraniegos le habían comenzado a resultar familiares,  decididamente alejados de la casual vestimenta de la playa en aras de la elegancia civilzada de las capitales.
Y entre ellos, la delgada y  traicionera figura de Sven, charlando con la altiva pareja de húngaros que regenteaban el  lugar. 

Esperó sentado afuera hasta que la noche se convirtó en madrugada.  Sven no lo vió hasta que hubo salido del local. Mientras corrían eternas las horas, pudo reparar en  que el nombre de la boite era el equivalente a Amapola en húngaro.
No hubo palabras,  salvo un insulto de frustración en sueco, mezclado entre lo que la música y el alcohol convertían en una cacofonía de idiomas que a ambos se les antojó familiar.
Pero mientras caminaban uno detrás de otro los metros de duna que terminaban en la playa, con la pesada  Colt 45 que había viajado desde Inglaterra en el triste portafolios ahora  muy poco sutilmente empuñada con su mano izquierda, solo pudo pensar en sus naufragos , en sus pilotos derribados y en las amapolas que los simbolizaban.
Y en que la imagen del cuerpo sin vida de Sven al amanecer, se le semejaba bastante a uno de ellos.

jueves, 4 de julio de 2019

Nos vamos poniendo...

El tiempo pasa...- dijiste.
Nos vamos poniendo technos.- contesté.

Sonreíste. Eso me bastaba.
Ya ni recordaba si era yo el que te había cantado esa versión. O si a vos te gustaba desde antes. Eso me extrañó un poco: no hacía tanto que nos conocíamos. Pero fue tal el vendaval de cosas que compartimos en esos meses que bien pudiste tener guardada esa semejanza, solo para evitar que me espantase. Algo que no ocurrió, ni yo siquiera pense que pudiese ocurrir.
Para mi, todo comenzó cuando miré hacia mi derecha una noche, varios minutos después de que hubiesemos intercambiado los saludos de rigor entre nosotros y los amigos en común. Recuerdo ese instante como uno de esos pequeños hallazgos que se pierden y vuelven a aparecer en la niebla de lo cotidiano: ahí estabas, mirándome con los ojos claros, que con la luz del bar yo pensé verdes.
Dije algo, casi al azar, sobre un lugar en el que había estado y significaba mucho para mí, intentando llevar una conversación vana entre varios a un puerto menos denso.
Vos alzaste las cejas, visiblemente sorprendida: habías estado viviendo cerca de allí durante varios años. Ahí fue cuando realmente te miré, y una noche entre tantas, se convirtió en la primera.



viernes, 7 de junio de 2019

Pequeños Tesoros.

Cuantas cosas se pierden en cajas, cajitas y cajones. Cuantos tesoros y máquinas del tiempo se guardan en espacios acotados, mientras el olvido y la falta de atención las van cubriendo con un manto gris y vacío de silencio, o de ceguera.
Porque ahí están. No son solo objetos, ni imágenes, o sonidos. Son historias, en muchas ocasiones dignas de conocerse, con sus pequeños hechos listos a ser desenrrollados como si de un viejo papiro se tratase.
Ese disco compacto, con su tapa de plastico quebradizo, rayada por los vaivenes de alguna mano desaprensiva, su carátula dibujada a mano, en un exceso de creatividad adolescente, con lapiceras y tintas de fibrón que denotan lo alternativo de un pasado casi reciente, pero de a ratos, lejano.
Lo tomo con cuidado de sus bordes, desencastrándolo de la caja. Hace años, que nadie lo saca de allí. Lo siguiente es darlo vuelta, esperando lo típico: muchos rayones que probablemente hagan imposible que se escuche su contenido, manchones de humedad, en el peor de los casos.
Pero no, apenas alguno que otro surco apenas superficial del uso que se le dió hasta ese día en que se lo dejó guardado en el cajón.
Acto seguido enciendo el reproductor, cuadrado monumento compuesto de épocas monetarias mas benévolas. Su calidad es tal que las luces verdes del display digital avisan que el tiempo no ha pasado en demasía. La bandeja, como una lengua, aparece con un ruido extraño y poco fluido que me hace pensar en que el plástico tiene el equivalente a la herrumbre de los metales. Quizás sean los dientes del mecanismo...o simplemente el tiempo.
Las palabras en la parte superior del disco son las mismas que las de la carátula en la caja, lo cual es una suerte: el desorden muchas veces es una forma de olvido. A modo de chiste, una pequeña frase simula un falso sello discográfico pirata, autor del compilado.
La lengua gris se traga el disco, con otro ruido un poco más reconfortante que al abrirse, probablemente el aparato este volviendo a la vida a su manera, como en algunas películas de ciencia ficción.
Un sonido tenue, sutil, pero no por ello inexistente se deja oír. Antes solía pensar que era el láser buscando los surcos de colores en el disco. Quizás así fuese. Pero algo que siempre supe fue que si ese sonido se prolongaba, muy pocas eran las chances de oír la música que venía después.
Entonces el disco solo sería un objeto, con memorias borradas o sonidos enmudecidos. Un mensajero ciego y mudo. Con poco que decir, y mucho que adivinar. Un misterio minúsculo, o un destino de basura.
Sin embargo a los pocos segundos, un silencio y luego punteos que la mente reconoce se dejan oir por los descuidados parlantes. Y la máquina del tiempo vuelve a funcionar a todo gas, su combustible es mi mente, viajando por vías de acordes y riffs entrañables. 
Y es así que hay que buscar, sin muchos mapas. Solo la memoria.