A los ojos de todos los que lo rodeaban, se veía algo así
como desubicado, con su roja campera liviana arriba de la remera verde y los
pantalones de jogging. Su unica concesión a la moda veraniega eran unas
gastadas ojotas que parecían tener miles de kilómetros de arena bajo sus
limadas suelas.
Evitó una mueca de fastidio al bajar del médano. Era época
de la Invasión nuevamente. Decenas de sombrillas, carpas y demás dispositivos
para aplacar al caluroso viento norte le semejaban una abigarrada conjunción de
verrugas multicolores atacando la piel marrón de la playa.
Su vista se centró, lejana, bien al sur sobre la costa. En
su fuero interno esperaba lo inevitable casi con regocijo: el calor del
ambiente había comenzado a molestarle debajo de toda su indumentaria...
Podía o no haber gastado unos minutos en la pantalla de la
computadora observando lo que un servidor a miles de kilometros dictaba sobre
esa tarde en esa playa. Pero solo le bastaban los años para darse cuenta: la
masa gris oscuro de tormenta se acercaba implacablemente.
El caluroso viento norte dio paso repentinamente a unas
intempestivas ráfagas heladas del sur. Toda la playa comenzó a evacuarse de
manera súbita mientras las sombrillas asesinas volaban, arrancadas de la arena
mientras algunos padres de familia jóvenes pugnaban por desarmar las carpas con
la nerviosa rapidez que daba ese sentimiento parecido al miedo.
Con los años había aprendido a disfrutar del espectáculo. De
esa inexplicable y ácida sensación de soledad que le generaba ver ese desalojo.
Pronto la playa quedó desierta. Solo las huellas del éxodo
se mantenían, para ser borradas de a poco por la arena que volaba desde el
sur...
Y el ahí, vestido para la ocasión.