miércoles, 7 de noviembre de 2018

Where is My Mind



 I: El.
La base de bajo de No tan Distintos era el tono personalizado que sonaba al recibir tus mensajes y fue la sorpresa de ese atardecer de sábado. Sumo era la mejor banda del mundo, me habías dicho varias veces.
Hacía meses que había dejado de pensar en vos. Las constantes peleas con aquella persona en la que ya no quiero volver a pensar se habían convertido en un ruido blanco que filtraba casi todos mis deseos y pensamientos.
A veces se toma un camino y a veces otro lo toma por uno.
Dejé el teléfono en la mesa,  porque conociéndome, habría caído en la trampa de otras veces: la ansiedad tomando las riendas y las palabras saliendo a borbotones. Nuestro idioma perdiéndose en trivialidades. Esa conexión que me cautivaba fundiéndose en la gris estática de la confusión.
Me quedé viendo la pantalla del televisor mudo. Cary Grant en silla de ruedas sosteniendo una pesada cámara de fotos. Grace Kelly abriendo una valija minúscula de la que salía un camisón de seda infinito y  liviano como una mariposa.
Volví a tomar  el teléfono.  Decir que Sí me generaba una placentera adrenalina, pero también  me había predispuesto a saborear la incertidumbre como si se tratara de un buen vino, de esos que se aprecian cuando se crece.
Pero a mí nunca me gustó el vino.
Te pregunté la hora y me obligué a estar ahí un rato antes. Quería estar un tiempo solo en ese bar oscuro, testigo de todas las épocas. No podías haber elegido mejor lugar.
El tiempo transcurrió despacio. Me relajé viendo la película en mute mientras me preparaba para salir. Al ir hacia la puerta me miré de reojo al espejo y caí en la cuenta de que estaba yendo a encontrarme con vos.
Son los detalles pequeños los que asoman cuando uno quiere recordar momentos importantes: la delicada aspereza de mi abrigo, el sabor de tu lápiz labial, cualquier mínimo elemento que nos lleve de la mano a lo memorable.
 Manejaba despacio y distraídamente noté que estaba a unas pocas calles de tu departamento. Mi mente divagante me llevó a la tarde de nuestro último encuentro: El café que te gustaba tomar a las 7 de la tarde y un vinilo de Lou Reed.
Recuerdo bien esa tarde porque fue ahí cuando dejé de verte como una sílfide psicodélica de ojos grises que se alejaba sonriendo de todo y de todos.  Fue esa tarde en la que fijé otra imagen a mi álbum mental: las curvas delicadas sutilmente destacadas en tus pantaloncitos de baile negros, el sweater enorme y  los brazos delgados con mitones sosteniendo esa taza verde jade. El hombro izquierdo desnudo y la luz del velador sobre el largo de tu cuello.
Paré en un semáforo y con mis dedos busqué a Robert Smith y a su voz de oboe.
A Night Like This.
Esa otra vez el azar la había traído a mis auriculares mientras recorría esas veredas. Una realidad distinta y distante. Caminando agitado hacia tu departamento, como un preso con permiso de salida.
¿Qué era lo que quería conjurar con la canción? Probablemente esa constante incomodidad que me vencía cuando estabas cerca.
 “I´m coming to find you, if it takes me all night….” - comenzó el estribillo que había escuchado tantas veces.
La bocina de un auto me sacó de mi planeta, y aceleré pasando la bocacalle. Miré hacia la derecha, pensando en encontrarte saliendo de tu edificio, pero solo me topé con un ciclista que maniobró milimétricamente para esquivarme.
Estacioné en la mitad de la calle, intentando serenar una declarada emoción.
Gotas pesadas empezaron golpear quedamente el parabrisas y las ventanillas.  Te imaginé corriendo con tu mochila en la cabeza, guareciéndote en la entrada de un edificio y encendiendo un cigarrillo extraño sin importarte demasiado a quien tenías al lado.
 El temor de que no aparecieses y de que la tormenta fuese la excusa perfecta fue in crescendo.  Los minutos pasaron y el silencio de radio en mi cabeza se volvió algo desconsolador. Varios minutos después, con la banda sonando y el regusto amargo de negras cervezas en mi garganta, te esperaba.
Mi mente, ya embotada ,  se dejaba ir por caminos apenas sospechados.

 

II. Ella.

Cuando eso pasó entre nosotros no pensé en las consecuencias. Eramos hermosos y queríamos divertirnos. Me gustaba pensar en tu novia como un monstruo agazapado en el cuerpo de una Barbie neurótica y despistada.
Apareciste en mi cabeza tan rápido como te habías ido. Solo me había bastado con verte caminando por la playa, hacía unos días, escondido detrás de unos gastados anteojos de sol y con uno de tus paranoicos libros en la mano.
La noche de sábado fría y lluviosa, era ideal para la película de Joy Division que tenía en el disco, pero las ganas de verte pudieron más. Te escribí y un sudor frío recorrió mi espalda al ver en la pantalla que me estabas contestando. Desvié la mirada hacia la ventana. Afuera el Atlántico invernal me daba la última advertencia. La ignoré diciendome que no me asustaba fácilmente y salí.
Subí al primer taxi que pasó. Para cuando bajé, ya estaba arrepentida de haberme puesto esas botas. De la falda escocesa,  del rímel y de todo.
Desde la calle se notaba que el sonido de la banda era potente. Algo me dijo que tenía eso que la distinguía de las otras del montón. El portero me dejó pasar sonriendo como si me conociera.
Apenas crucé la puerta te vi, sentado en un banco alto, apoyando el hombro contra la pared a pocos metros de la cantante, cuando llegaba a un agudo imposible. Micrófono en mano, se contorsionaba mirando hacia la nada. Pura autoestima esa chica.
Te miré. Vestías el mismo abrigo gris oscuro de la tarde en la costa. Como si quisieras resaltar y a la vez esfumarte. Jugueteabas con el porrón de cerveza, que supuse no sería la primera de la noche, mientras yo me acercaba por detrás. Me detuve a centímetros de tu espalda.
La cerveza y el perfume con el que te gustaba impregnar tu ropa se mezclaron en un desequilibrante aroma. Giraste y te quedaste observándome un instante.  Vi en tu gesto el mismo vértigo que a los dos nos asaltaba. Me besaste en la mejilla despacio y te quedaste cerca, como un vampiro hambriento de película clase B.
El volumen de la música y el griterío componían la perfecta sinfonía para sentir tu voz en primer plano, hablándome al oído. Me dijiste que estaba muy linda. Yo, que estabas cada vez más guapo, así como dejándome llevar por el lapsus.
-¡Que ganas de verte tenía!-sonreiste-¿Tomamos unos gintonics?
¡Cómo negarse! Todo se sentía tan natural y espontáneo así.  Pedimos los tragos y mientras los esperábamos me contaste algunas cosas de tu día, yo estaba nerviosa y apenas te escuché. Nada del otro mundo, cosas del trabajo, un par de alumnos talentosos que estabas guiando…
Sentía calor y la bebida refrescante me tranquilizó por un segundo.
La banda paró de tocar pero el silencio no nos incomodó.  Me mirabas, relajado, sin la furtividad a la que me habías acostumbrado. Disfrutabas, reparando en mi risa y en mis ojos, siempre en mis ojos.
- Te queda lindo lo que te hiciste.- me dijiste.
Y llevaste tus dedos hacia mis párpados oscurecidos.
Sentí en ese momento que todas mis barreras se caían. Cerré los ojos y sentí tus labios sobre los míos, inmensos, adorables. Respiré. Volviste a besarme y esta vez tus labios húmedos se abrieron a otra dimensión más profunda, más reveladora. ¡Las mujeres podemos sentir el amor de tantas formas!
El arrepentimiento se había disuelto completamente entre el GinTonic y tus besos. Nos acariciamos suavemente  y mis piernas se encontraron con las tuyas.
La música estalló con un cover sucio, crudamente distorsionado de Where is My Mind. Giré para ver a  la banda sin separar un milímetro mi cuerpo del tuyo.  Tus manos rodeándome la cintura y tu nariz curiosa de nuevo sobre mi cuello, jugueteando con mi pañuelo. Sin hablar nos centramos en escuchar la canción aunque mi mente aturdida llegó hasta ese momento en donde la misma canción nos encontraba livianos, libres de toda estúpida moral. Nuestro querido descaro nos visitaba una vez más.
Las luces del escenario rebotaban en los espejos victorianos que colgaban de la pared oscura, y yo te miraba. Cada uno de los espejos te reflejaba neutral, apático. Sin embargo tu cuerpo vibrante se sentía tibio. Intenté dejar pasar mi constante aprensión por las dualidades.
Conocía tus ataduras, los nudos y las sogas que elegías cada día para reforzarlas.
Intenté deshacerme de tu abrazo con la excusa de dejar el vaso en la barra pero me retuviste y volviste a besarme. Un glorioso silencio apenas apagado por el ronroneo imperturbable del gentío. 
La banda volvió al escenario justo cuando nosotros buscábamos el pasillo de salida.  El frío y el silencio en la vereda me abofetearon, amigables.
Me ayudaste con el abrigo y me dediqué a contar baldosas hasta tu auto.
Encendiste el motor. La escarcha cubría el parabrisas. Los minutos se hicieron largos hasta que pudimos ver la calle: los árboles desnudos, los borrachos saliendo vacilantes de los bares, la luz de los faroles reflejándose en la humedad del asfalto.
 Apoyé mi cabeza en tu hombro. El calor circuló por el auto lentamente. Nos movimos entre la oscuridad y las luces.
Una adolescente delgada y ebria tropezó con sus tacos  delante de las luces del auto. Escupió una catarata de insultos sin soltar el vaso de plástico con el que había salido del bar. Nos reímos al sentir que el contenido del vaso pegaba en el vidrio trasero y la chica se esfumaba vociferando al bajar la loma de la calle.
Estacionamos frente a la playa.
Nos quedamos un buen rato sin hablar, abrazados, dejando que el mar embravecido expresara lo que nosotros no podíamos decir.

III El.
Dejarse llevar. Algo que jamás me había resultado fácil. Pero solo vos habías logrado que ocurriese.
Si existía algo que compartíamos era esa visión algo sombría aunque  honesta de las cosas, una pincelada melancólica que la madrugada acompañaba a difuminar.
Mi memoria recordaba tu perfume fresco, vegetal, que impregnaba deliciosamente todo. Ahora invadía la pequeña atmósfera de mi auto y me adormecía más que todo lo que había bebido. Bajé el volumen de la música y me descubrí pensando en momentos perfectamente imperfectos.
Dormías, la cabeza de tu pelo castaño sobre mi hombro. Hubiera dado todo por esa imagen tiempo atrás. Y ahí estaba.
El ensueño me duró hasta que la realidad del maldito teléfono me trajo de vuelta.
Solo atiné a deslizarme hacia afuera y a sentarme intentando fijar la vista en las olas. Pero una y otra vez me volvía hacia vos, dentro.
El sonido gutural y estruendoso de motores se hizo presente por sobre el ruido del mar: el primer vuelo del día se escapaba del Aeropuerto, con sus luces verdes y rojas brillando y perdiéndose entre las nubes bajas.
Entendí entonces que ya no importaba la causa de mi angustia. Estaba exactamente donde quería estar.  

IV Ella.
Me desperté agitada. Un sueño en el que Ian Curtis me perseguía intentando enlazarme como un gris cowboy punk. Algo dormida escuché su voz en la radio de tu auto. Verte sentado sobre su capot me reconfortó: siempre habías estado cerca. Siempre presente en mis ensoñaciones.
El viento había amainado. Sobre el horizonte, una tibia luz rosada anticipaba la salida del sol.
Observabas el mar y de a ratos te girabas y me mirabas por el parabrisas. Tenías esa guía interna, tan pausada y perseverante. Y ahí estábamos, sin saber demasiado que hacer, dejándonos llevar por algo que ninguno de los dos se animaba a comprender.


G. Q. y  M.A.
9/18

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